
por Primavera Fraijo
04/06/2025 17:25 / Uniradio Informa Sonora / Columnas / Actualizado al 04/06/2025
Por Primavera Fraijo
No me gustan los animales. Pero, en específico los gatos, siento que no podría con uno.
Imaginen el suplicio: yo rogando afecto y él mirándome con esa superioridad olímpica, como si yo fuera la mascota. No, gracias. Suficiente "migajera" he sido ya en mi vida.
Hace días, mientras hojeaba "Filosofía felina", de John Gray, tuve una aparición doméstica. Estaba sentada en el porche de mi casa, a oscuras (como siempre), con una taza de café en la mano (ofensivamente cargado, -también como siempre-), y de fondo un silencio que solo se rompe cuando se me cae la cucharita.
De pronto, una gata que no es mía (obviamente), se coló por el cerco. Me miró con desdén, caminó por la mesa y se echó encima como si hubiera pagado la renta.
Yo, que tiemblo si alguien osa tocar mi taza favorita, la dejé. Me observó una vez más (¿o me juzgó?) y se quedó ahí. En silencio. Sin hacer nada útil. Sin intentar alegrarme la noche ni preguntarme cómo estoy. Solo existiendo.
Y ahí fue cuando entendí a Gray.
"Filosofía felina" no es un libro sobre gatos. Es un libro sobre nosotros. Sobre lo rotos que estamos tratando de ser alguien, conseguir algo, entenderlo todo.
El escritor propone lo impensable: ¡que la vida no necesita propósito para tener sentido! Que no hay nada que buscar, porque no hay final feliz esperándonos como recompensa por haber madrugado a terapia.
Dice que los gatos, ¡esos ingratos!, no quieren ser mejores. No quieren ser recordados. No buscan redención. Comen cuando tienen hambre, duermen cuando están cansados. No se castigan por dormir doce horas, ni se preguntan si son suficientes. No se iluminan. Se estiran.
Y, miren, yo no sé ustedes, pero yo me he pasado media vida intentando reparar algo que ni siquiera sé si se rompió.
Leyendo libros, tomando medicamentos, analizando vínculos como si fueran textos cifrados. Haciendo listas, propósitos, compromisos conmigo misma que, spoiler, nunca cumplo.
Y ahí estaba aquella gata: sin cumplir nada. Plenamente impuntual y tan campante.
John Gray no idealiza a los gatos. Dice, de hecho, que son crueles, que no tienen empatía, que no les importa tu estado de ánimo ni tus logros. Justo por eso los admira. Porque en un mundo que nos exige ser funcionales y amables, y adorables y exitosos, ellos aparecen como un susurro de resistencia... ¡no les interesa gustar!
Y uno piensa: ¿qué pasaría si dejáramos de gustar? ¿Si viviéramos sin necesidad de explicar quiénes somos, sin tratar de hacer algo "significativo" cada maldita semana?
Este libro no te da respuestas. Te incomoda, que es mejor. Te suelta preguntas con la delicadeza de una garra invisible. Te recuerda que la sabiduría puede estar en cosas tan poco grandiosas como dormir cuando tienes sueño.
Aquella noche, la gata se fue como llegó: sin despedirse. Dejó pelos en la mesa y un silencio distinto en el porche. Y yo me quedé pensando que, tal vez, no necesito entender todo lo que siento. Puede ser que la paz no viene del control, sino de aceptar que, a veces, solo hay que estirarse, servirse otra taza de café y... ronronear, aunque sea bajito.
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