
por Primavera Fraijo
07/05/2025 16:17 / Uniradio Informa Sonora / Columnas / Actualizado al 07/05/2025
Por Primavera Fraijo
Hay libros que no se leen: se visitan. Se abren como se abre una caja antigua en el armario. Con esa mezcla de ansiedad, polvo y ternura.
"Tiempo que fue", de Ian McDonald, es uno de esos libros.
Corto, sí. Pero profundo como un pozo que no hace ruido al tocar el fondo.
Lo terminé y, cuando cerré la última página, no fui capaz de levantarme. Me quedé ahí, atrapada entre letras marchitas y voces que se niegan a desaparecer. Porque esta novela no es simplemente una historia, es un eco. Un susurro que viaja entre guerras, amores imposibles y rincones del tiempo que se oponen a cerrarse del todo.
No hay mucho que contar, y eso es lo hermoso. Un librero, llamado Emmett, encuentra una carta escondida en un libro de poesía, y esa carta lo lleva al rastro tenue de dos hombres, Tom y Ben, que se amaron en secreto, en los años más oscuros del siglo.
Hasta ahí, suena casi convencional. Pero, entonces, la línea del tiempo se rompe. O mejor dicho, se dobla como una servilleta escrita a mano y olvidada en una chaqueta.
Yo, que tengo una fijación insana (de verdad) con las historias ambientadas en la Segunda Guerra Mundial, supe desde el primer párrafo que estaba perdida. O encontrada. Que es lo mismo, pero al revés.
McDonald no necesita fuegos artificiales ni explicaciones científicas. No hay una máquina del tiempo ni un laboratorio escondido. Lo suyo es más sutil: el amor como herida persistente, como fotografía sin fecha, como carta sin sello.
La estructura del libro es fragmentaria, casi arqueológica. Una sucesión de pistas, suspiros y recortes amarillentos. Y entre cada línea, el lector se convierte en espía de su propio pasado.
Yo, por ejemplo, empecé a pensar en todas las cartas que escribí. ¡Vaya que son varias! Las que entregué y las que no. Las que firmé con el corazón en carne viva y las que guardé por miedo a que fueran malinterpretadas... o peor, ignoradas.
Siempre he tenido debilidad por ellas. Hay algo en su lentitud que me enamora. Uno no escribe una carta como quien manda un mensaje: uno se deshace un poco en cada palabra. Y ahí radica su encanto.
Por eso me aferré tanto a Tom y Ben. Porque su amor no busca respuestas. No quiere explicación. Es un amor que existe porque sí. Porque pudo. Porque se escribió entre bombardeos y despedidas. Y porque, a pesar de todo, no desapareció.
"Tiempo que fue" no es un libro para leer en el transporte público o entre el bullicio. No. Él pide lluvia. Silencio. Una vela encendida. Hay libros que se sienten como una conversación con alguien que ya no está... pero que, por un rato, vuelve a sentarse contigo en la oscuridad.
Yo no quería que terminara. Y lo hizo muy rápido. Me habría quedado a vivir en esa última página, donde el amor aún tiene una oportunidad. Donde no hay tiempo. Solo promesa.
Y tal vez eso sea lo más conmovedor de todo: que hay amores así. Que no terminan ni aunque el calendario caduque. Que se quedan ahí, flotando. Como cartas sin destino. Como libros esperando ser abiertos. Como aquellas letras que nunca entregué.
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